En medio del debate constituyente en Chile es fundamental mirar y pensar el desarrollo de nuestras ciudades y territorios. Ahí donde nos relacionamos, nos encontramos… territorios que muchas veces nos estigmatizan o nos excluyen, pero donde también intervenimos, nos manifestamos y transformamos la realidad.
La ciudad no es meramente el escenario donde nos desenvolvemos, ni el reflejo de lo que somos como sociedad: es dinámica, cambiante y, en gran medida, un factor de cambio para nuestra realidad. Transformamos las ciudades, pero estas también nos transforman; por ello no son neutras y, en un país con un modelo patriarcal y neoliberal como es Chile, las ciudades nos marcan límites y desigualdades. Cuestión que vemos desde el tamaño del mobiliario urbano hecho para personas del porte de hombres europeo, hasta la distribución territorial, que genera situaciones de aislamiento para miles de mujeres y disidencias, exponiéndoles a violencia estructural y machista.
Así nos encontramos con debates sobre cómo habitamos el espacio público, el que nos violenta con lugares inseguros que se apagan de noche por no alojar distintos tipos de actividades, o que simplemente no se pensaron físicamente como espacios visibles; el que se encarga de recordarnos el rol que el patriarcado quiere que cumplamos con la publicidad sexista, o con la falta de espacios que permitan la colectivización de los cuidados, o cuando el transporte público ignora en su planificación los recorridos que habitualmente realizamos las mujeres para labores domésticas o reproductivas.
Pero no sólo ocurre con el espacio público. El mito de que nuestro espacio está en la casa tampoco se cumple, ya que la mayor violencia que vivimos las mujeres se produce en nuestros hogares: ahí donde la política pública no se mete por ser parte de la vida privada, cuando sí se mete cuando insta a la mercantilización de barrios y viviendas que va en desmedro de un buen habitar y en pos de aumentar la carga de las mujeres.
La realidad de la población es diversa: no existe el sujeto mayoritario, ni universal. Que las ciudades reconozcan las diferentes identidades, opresiones y necesidades es central para un buen vivir y aquello radica en que nuestras ciudades se desarrollen desde una perspectiva feminista, ecologista y democrática.
En las guías que siguen a continuación abordaremos algunos de los elementos fundamentales para construir territorios más inclusivos y democráticos. ¡Acompáñanos!
La forma en que están construidas las ciudades y territorios no es aleatoria. Más bien responde a un sistema social que pone primero los intereses económicos por sobre la vida de las personas, lo que ha tenido graves consecuencias. Por esto y más se hace clave que los derechos relacionados a cómo habitamos nuestras ciudades estén consideradas en la nueva carta magna. En esta videoaula, la que trabajamos con Ciudad Constituyente -plataforma que reúne a 30 organizaciones sociales-, podrás aprender cómo construir, desde la constitución, territorios que sean para todas las personas.
La imposición de una política habitacional neoliberal en base a subsidios ha tenido diversos y gravísimos efectos para la mayoría de la población, como la baja calidad y el tamaño de las viviendas, la generación de sectores homogéneos de pobreza y la falta de servicios y equipamientos básicos en medio de grandes paños densos de vivienda.
Esto se profundiza, principalmente, con dos problemas medulares:
Esto se ha hecho:
La génesis de estos problemas está en la ausencia del tema de la vivienda en la actual Constitución, lo que ha tenido como consecuencia que la vivienda y los sueños adquieran “precios demenciales”, como ha sido señalado por algunos expertos. Lo que es aún más crítico para mujeres y disidencias que vivimos la desigualdad salarial, el acceso a créditos y patrimonio.
De esta manera, la vivienda es una de las dimensiones de la desigualdad más importantes en Chile y constituye una causa estructural en términos de pobreza, violencia de género, discriminación racial, marginalidad y vulnerabilidad socioambiental, entre otros.
Al alto precio del suelo y de los arriendos se suma el estancamiento relativo de los ingresos de los hogares: hoy, no sólo adquirir una vivienda en propiedad y bien ubicada es casi imposible, sino que muchos hogares destinan más de la mitad de sus ingresos al arriendo de estas, muchas veces en condiciones de hacinamiento y precariedad, lo que genera agobio familiar, aumento de roces y falta de privacidad, que muchas veces se deposita como violencia en cuerpo de mujeres y niñes.
Esta condición es particularmente crítica para las mujeres en situación de violencia intrafamiliar, al no existir posibilidades temporales ni definitivas que promuevan su independencia del agresor, muchas veces proveedor principal del hogar, debido a que las mujeres se encargan de suplir las labores de cuidados y tienden a mantener trabajos informales. La consecuencia de esto es que se ven forzadas a mantener su convivencia o quedan expuestas a la falta de redes de apoyo y de seguridad económica al romper con el agresor. No es casual que sea en el ámbito privado del hogar donde se genera la mayor cantidad de feminicidios en Chile.
Como consecuencia de todo lo anterior, se ha generado la expulsión de la población más pobre a la periferia de las ciudades, la feminización de la pobreza, un allegamiento crónico, la masiva proliferación de campamentos y altos niveles de endeudamiento.
La movilidad, o bien, las movilidades, son todos aquellos desplazamientos que realizamos las personas tanto en contextos urbanos como rurales.
Existen modos y medios para desplazarnos:
Pero además de los modos y medios, con todas sus combinaciones posibles, la movilidad abarca una serie de otros aspectos, como las razones de dichos desplazamientos y lo que tiene relación con la experiencia de su ejecución.
De esta forma, es posible establecer que las movilidades se experimentan de formas diversas, en función de variables sociales, culturales y económicas.
¡Así es! Y no sólo es política, también evidencia lógicas de poder sobre la base de factores cotidianos y estructurales. Veamos un ejemplo:
Una mujer de edad adulta se desplaza en transporte público desde la periferia hacia el centro de una ciudad junto a sus hijos para llevarlos al colegio. Por otro lado, un hombre que vive en una zona acomodada se aproxima al centro de la ciudad en un vehículo privado, recorriendo autopistas, para cumplir una jornada laboral y luego regresar a su hogar. Ambas experiencias de movilidad son muy distintas entre sí.
En Chile, al igual que en América Latina, durante los últimos treinta años la planificación urbana y del transporte ha girado en torno al automóvil como medio de desplazamiento. Esto ha implicado transformaciones urbanas profundas que han venido a modificar radicalmente el paisaje y la vida cotidiana de las personas, estableciendo desigualdades y privilegios en el marco de una priorización netamente productiva y de consumo.
Lo anterior ha generado que, junto con la expansión urbana y la consiguiente ampliación de las distancias, el automóvil privado haya surgido como símbolo de la libertad, seguridad y estatus, ya que permite sortear la lejanía y disminuir los tiempos de traslado.
Esto ha tenido implicaciones nocivas, como el aumento explosivo del capital automotriz y la consiguiente congestión vehicular, contaminación ambiental y acústica, e inseguridad vial, que han tenido como consecuencia el deterioro sistemático de la calidad de vida urbana, poniendo en riesgo la salud de las personas y la sostenibilidad ecológica de las ciudades. Todo esto en el marco de una crisis multisistémica que tiene entre sus principales componentes la cuestión climática, es decir, el cambio climático con sus consecuencias políticas, sociales y económicas..
La actual institucionalidad no ha contemplado la movilidad de manera integral y diversa, generando múltiples barreras a las innovaciones en cuanto al acceso universal, la caminabilidad, los cuidados, la perspectiva de género, la ciclo-inclusión y la calidad del transporte público en todo el país.
De la misma forma, ha impedido una buena gestión local y regional, ya que es altamente centralizada y antidemocrática, puesto que no ha permitido ni garantizado una participación vinculante de las personas, tanto en territorios urbanos como rurales. Así, la concepción de movilidad se ve reducida al traslado eficiente de un lado hacia otro, desconociendo las dificultades y experiencias complejas que se desarrollan en los trayectos.
Respecto a la infraestructura, ésta adolece de una inversión totalmente desequilibrada a favor del tráfico motorizado y de sectores privilegiados, fragmentando y segregando la ciudad, dificultando e impidiendo los medios activos y, por sobre todo, el desenvolvimiento de actividades vinculadas a la dimensión “privada” o reproductiva. Estos últimos corresponden a todos aquellos trabajos relacionados a los cuidados y a la sostenibilidad de la vida, los cuales históricamente han sido realizados principalmente por mujeres.
La actual cultura vial y de convivencia en las calles ha establecido una movilidad tremendamente injusta, insegura, agresiva y violenta, sin perspectiva de género, que ha segregado a los espacios residuales a todas las personas que no se corresponden con la hegemonía androcéntrica, capitalista y patriarcal.
Líneas propuestas para una nueva Constitución
Lecturas para profundizar
En las últimas décadas, las políticas urbanas y de vivienda no han ido acompañadas de la adecuada provisión de servicios y equipamientos comunitarios, que cumplen un rol esencial para la reproducción social y las tareas de cuidado (en su mayoría no remuneradas y a cargo de las mujeres), como lo son, por ejemplo, salas cunas comunitarias, espacios de cuidado de enfermos o centros comunitarios para la provisión de proyectos colectivos.
Por lo general, las políticas urbanas y habitacionales han desarrollado proyectos aislados, entregando una vivienda sin entender que los servicios y equipamientos son sostenedores para el apoyo en las actividades de las personas, especialmente de las mujeres. Según datos de la encuesta Casen 2017, el 15% de las mujeres necesita compartir un núcleo familiar, debido a que debe cuidar niños/as, ancianos/as, personas enfermas o discapacitadas.
A lo anterior se suma que las políticas neoliberales y de ajuste estructural han significado la privatización y/o abandono de infraestructuras y servicios existentes, con impactos particularmente negativos en el caso de las mujeres y los grupos marginalizados por diversos motivos, las poblaciones de menores ingresos y quienes habitan en las periferias y/o barrios populares. Por ejemplo:
Los terrenos en desuso, que no se utilizan para la construcción porque no entregan la rentabilidad que se requiere para desarrollar un proyecto, tampoco son utilizados para desarrollar proyectos comunitarios, como centros comunitarios o áreas verdes, ya que el Estado no posee una política para intervenir sitios eriazos. Estos terrenos, por lo general, se transforman en microbasurales o espacios que generan externalidades negativas y sensación de inseguridad, lo que afecta directamente a las mujeres que transitan a su alrededor.
En nuestra Constitución prevalece el derecho a la propiedad privada, principalmente aquella en posesión de la familia (según un modelo nuclear y heterosexual), que constituiría la base de la sociedad y que en una sociedad patriarcal se transforma en el espacio de reproducción, refuerzo de los roles y desigualdad de género, lo que se puede observar en la tenencia de la tierra y la vivienda.
Según datos de la encuesta Casen 2017, en el quintil más bajo, de diez personas, siete hombres (70%) y tres mujeres (30%) poseen propiedad sobre una vivienda. Sin embargo, se estima que los hogares que poseen a una mujer como jefa de hogar alcanza el 43%.
Esto repercute en la dependencia de las mujeres y la reproducción de los roles de género, y se reflejan las barreras para la independencia. Este cruce de familia y propiedad deriva en modelos de ciudades privatizadas y expansivas, que aumentan distancias, disminuyen relevancia de los espacios de reproducción y esconden la violencia en los espacios privados.
Bajo estos mismos principios es que no reconocen las diversidades y se promueven políticas desde la perspectiva masculina y de estereotipos de género basados en cuerpos estandarizados y valorados en función de su capacidad productiva.
Esto impide la inclusión y una planificación urbana para la sociedad en su conjunto, dejando afuera y discriminando a los grupos que se alejan del usuario definido como hegemónico (hombre, blanco, heterosexual, en edad productiva, con empleo estable y remunerado, etc.). Si se ve con un ejemplo:
Las ciudades han sido planificadas en torno a la capacidad productiva. Esto se puede observar en las ciudades salitreras, donde los espacios habitacionales eran construidos para el núcleo familiar, en torno a la productividad del hombre. Las mujeres debían trabajar en el hogar y así el hombre podría trabajar en la salitrera. Esto sigue sucediendo hasta el día de hoy.
Se puede observar cómo los espacios públicos han sido construidos para los hombres, relegando a la mujer a la vida privada del hogar. A su vez, esto afecta la posibilidad de ejercer en plenitud, sin discriminación y libres de violencia, los derechos sexuales y reproductivos de cada individuo en el espacio urbano y en el territorio, ya que la ciudad no permite la diversidad en el uso de los espacios públicos, en los servicios, en la infraestructura, ni en el transporte público. La ciudad está creada para que los hombres la habiten, discriminando a cualquier persona diversa.
Como consideración para el debate constituyente y la normativa posterior: la garantía de derechos sociales como la educación, la salud, la vivienda adecuada y el cuidado a lo largo de todas las etapas de la vida, es posible en la medida que también se garanticen en el espacio urbano, con zonas accesibles de servicios dignos, a distancias abarcables (proximidad).
El proceso constitucional se presenta como una gran oportunidad, no solamente para responder a las demandas que vienen de las calles, sino también para crear instituciones y procesos más participativos y representativos, capaces de adaptarse a los cambios y nuevas demandas que puedan emerger en el futuro.
Cuando hablamos de gobernanza y democracia, nos planteamos ante la cuestión de cómo vivir en colectivo, de cómo nos organizamos como sociedad y encontramos soluciones para los conflictos que surgen. Este vivir en colectivo debe incluir a todas y todos los habitantes y las múltiples necesidades asociadas a sujetos diversos, con una participación efectiva que permitan garantizar el ejercicio de los derechos socio-espaciales.
Se hace indispensable, por tanto, la inclusión y desarrollo de instrumentos que permitan una real distribución de poder y recursos -reconociendo y potenciando la formación de agrupaciones territoriales diversas e inclusivas-, y que generen procesos que potencien y contribuyan a una participación efectiva de las mujeres y disidencias.
En ese sentido, hay importantes reflexiones que pueden emerger desde el nivel local, principalmente en lo que se refiere a la construcción de procesos e instituciones más flexibles y representativas.
Por un lado, queda la cuestión de descentralización de competencias y la necesidad de más autonomía para el nivel local. Los gobiernos locales se caracterizan por un mayor nivel de proximidad a la ciudadanía y a las demandas que surgen del cotidiano, lo que les exige más flexibilidad, competencias y recursos para hacer frente a demandas relacionadas a la vivienda, movilidad, servicios básicos y otros. Por otro lado, justamente esa mayor proximidad abre el camino para la emergencia de procesos más participativos.
De cualquier forma, queda claro que el nivel local es clave para reforzar la legitimación de los procesos e instituciones democráticas como un todo y que el liderazgo y participación de las comunidades y organizaciones de la sociedad civil son clave para ello.
Entender la ciudad desde la interacción de diversas personas implica entenderla desde una mirada colectiva y comunitaria, lo que requiere que la toma de decisiones también provenga desde lo colectivo, de manera multiescala (gobierno central, regional, municipal, ciudadanía). Por lo tanto, ciudades justas necesitan nuevos modelos de gobernanza, democracia, institucionalidad y descentralización de decisiones.
Falú, A. M., García Pizarro, M., Echavarri, L., Tello Sánchez, F., & Valle García, J. (n.d.). Guía para la planificación estratégica local con enfoque de género (Unión Iberoamericana de Municipalistas, Vol. 11/1012).
Es la importancia que tiene el espacio, en términos sociales y públicos más que en términos privados y de intercambio comercial. Es entender la ciudad y el territorio por su valor de uso, más que por su valor de cambio.
Cuando hablamos del valor de uso nos referimos a la importancia del uso de ese suelo, que puede ser -por ejemplo- para la construcción de conjuntos de viviendas sociales, o sea, para un uso habitacional. Con valor de cambio nos referimos a cuando el suelo es vendido, arrendando, transado para la explotación del interés de los privados u otro que, en la práctica, no van en beneficio de la comunidad.
La Constitución de varios países de América Latina considera los valores de uso, y el marco legal penaliza su abuso, por ejemplo, aplicando multas e impuestos a aquellos bienes raíces que están vacíos por mera especulación, despreciando su valor de uso y su función social.
Esto se traduce, a nivel del uso del suelo, por ejemplo, en la tendencia general de favorecer las centralidades y abandonar las periferias; en la incompatibilidad de usos de algunos lugares, llegando al absurdo de “zonas de sacrificio”; en las políticas habitacionales que estigmatizan a los pobres en espacios urbanos deficitarios; en sistemas de movilidad que prioriza carreteras a trenes, autos a peatones y a bicicletas; en el aprovechamiento “a tope” de cualquier terreno para la rentabilidad de sus propietarios; en la inequidad de equipamientos y servicios.
Por lo tanto, priorizar el valor del uso del suelo generaría que el Estado priorice proyectos que vayan en directo beneficio de la comunidad como, por ejemplo, la construcción de viviendas en las zonas centrales para beneficiar la conectividad y el acceso a servicios básicos para la población.
Lo que vemos actualmente es que el Estado ha priorizado el valor de cambio del uso de suelo. Se puede apreciar en la construcción de megatorres en zonas pericentrales, como Estación Central, que en vez de generar proyectos para acceder a viviendas adecuadas, genera proyectos habitacionales que no cumplen con las condiciones de habitabilidad mínimas, pero sí generan rentabilidad para los privados.
De ahí la necesidad de debatir y acordar principios o bases comunes para iniciar un largo proceso, un nuevo modelo de desarrollo, que permita revertir poco a poco la segregación socio espacial y la desigualdad territorial.
La Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad (2005) propone cinco ejes principales, entre los cuales está la función social, garantizando a todos sus habitantes el usufructo pleno de los recursos que la misma ciudad ofrece. A tal efecto, el Estado debe cumplir funciones reguladoras y fiscalizadoras, y debe contar con la capacidad de dar respuestas en beneficio de la comunidad urbana en su conjunto, en un enfoque de equidad redistributiva, respetando la cultura y la sustentabilidad ecológica para garantizar el buen vivir de todos y todas, en armonía con la naturaleza, hoy y para las futuras generaciones.
La nueva Constitución debe generar mecanismos para delimitar la función social del derecho de propiedad y así no responder a las condiciones del mercado, sino más bien a las necesidades de la comunidad, o sea, responder a las obligaciones públicas, más allá de las/os propietarios.
Debe considerar a todos los seres humanos como habitantes de las ciudades que ejercen sus derechos, en particular, el derecho a la vivienda, el derecho a vivir en un entorno sano, el derecho a disfrutar del patrimonio natural y cultura… partes indivisibles de los derechos humanos.
Partiendo de los derechos humanos como pilar fundamental de la carta magna –particularmente los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, a los que pertenecen, por ejemplo, el derecho a una vivienda adecuada y el derecho al agua y saneamiento–, el proceso constituyente debe incidir en las condiciones necesarias para hacer de la ciudad el ámbito de estos derechos.
Las Constituciones de Brasil, Colombia y Ecuador han logrado definir la función social y ambiental del derecho de propiedad. Una nueva Constitución para Chile debe ser capaz de incorporar este debate y así lograr mecanismos que puedan avanzar en la transformación permanente de la ciudad desde las necesidades de la población, por sobre los intereses de mercado. Las bases comunes acordadas en este proceso constituyente, en materia de la función social y ambiental del derecho de propiedad, serán principios constitucionales que permitirán, a través de los cambios del marco legal y normativo y de la reformulación de las políticas públicas, avanzar hacia:
La ciudad está en disputa. Todas las dimensiones que la componen y complejizan, incluyendo a las personas, están en constante transformación. En el marco del debate constituyente en Chile, apostar al mejoramiento de la vida cotidiana de todas las personas es un piso mínimo para abordar todos los temas pertinentes.
Tal como pudimos ver, hablar de hábitat y de ciudad no sólo es referirnos al espacio construido, sino a cuáles son las relaciones de poder que se establecen, como también las prioridades consideradas para su planificación y diseño. En ese sentido, las ciudades no son neutras, han sido construidas desde una falsa neutralidad, pues parten de la base de un “sujeto universal”, en clave masculina hegemónica, invisibilizando la inmensa diversidad de las personas que las habitan.
Las ciudades y sus dinámicas son también reflejo de un sistema capitalista-patriarcal, un binomio que mientras extrae los territorios y mercantiliza la vida, oprime e invisibiliza a todos quienes no se correspondan con un ser humano varón, blanco, heterosexual y de clase alta. Esto ha tenido como resultado la generación de espacios injustos, desiguales y poco democráticos que no dan lugar ni responden a las necesidades de todas las personas, como tampoco a las actividades más básicas de reproducción social y cuidados, tareas que históricamente han sido principalmente realizadas por las mujeres.
No perder de vista estas aseveraciones es fundamental para apostar a que efectivamente transiten a ser ciudades que, al tiempo que reconozcan la diversidad, pongan en el centro los cuidados y la sostenibilidad de la vida. Asimismo, es imperativo que sean desarrolladas de manera democrática desde una perspectiva feminista y ecologista. Porque no sólo debemos transformar nuestras ciudades y relaciones desde una perspectiva de género, que busque erradicar el machismo, sexismo y violencia hacia las mujeres, sino también la forma en que habitamos los territorios y a la dependencia con las bases materiales que lo sostienen y hacen posible.
Hemos planteado ciertas luces de cómo el trabajo en torno a la vivienda, movilidad, cuidados y gobernanza podrían permitir el tránsito a una mejora sustantiva en la vida cotidiana de las personas. Al mismo tiempo, nos hemos referido a cómo cada uno de estos ejes son en sí mismos derechos humanos fundamentales, que buscamos que sean reconocidos e incorporados en la nueva constitución de Chile.
Todo esto se traduce en enormes desafíos, ya sea a corto, mediano o largo plazo. De manera que es necesario abrir las discusiones que permitan darle forma y contenido al proceso constituyente, para asegurar y garantizar que la prioridad fundamental sea la vida y el mejoramiento de la cotidianidad de todas las personas, y atender a las necesidades diversas, considerando la sostenibilidad de la vida y los cuidados en el centro, como única manera de construir una ciudad justa, democrática, ecológicamente sostenible y pensada para todas y todos.